martes, 7 de julio de 2009

El Holandés Errante antes de Wagner: la leyenda.




Las leyendas sobre barcos fantasma son tan antiguas como la navegación misma. Un barco fantasma no tiene por qué ser una aparición tan espectacular como el buque de velas rojas y mástiles negros que describe Senta en su balada. Puede ser una embarcación encontrada a la deriva y sin rastro de nadie a bordo; el caso arquetípico sería el del Mary Celeste, aunque también los hay menos conocidos y más truculentos como el del clíper Malborough, perdido durante años, para ser hallado mucho más tarde con las velas desplegadas y los esqueletos de toda su tripulación a bordo. O al menos, eso es lo que se dice.
Pero a nosotros nos interesa el más famoso de todos ellos, el Holandés Errante, nombre que lo mismo describe al velero que a su capitán. Aunque las primeras referencias impresas parecen datar de finales del siglo XVIII, la historia del buque fantasma es bastante más antigua. Sobre el nombre del misterioso "hombre pálido" que será redimido por el amor de una mujer (según Heine y Wagner) hay divergencias. Unos lo llaman Van der Decken, el nombre que con más frecuencia se atribuye al personaje, cuyo nombre de pila sería Hendrik. Otros lo llaman Van Straaten o Falkenburg. Pero todas las historias suelen coincidir en que el Holandés fue castigado por su soberbia mientras intentaba doblar el Cabo de Buena Esperanza y profería horribles blasfemias. Una variante indica que, además, era un hombre impío que largaba velas en Viernes Santo y arrojaba a todo opositor por la borda. Muchos apuntan al capitán Bernard Fokke como el origen de la leyenda del Holandés. Fokke era famoso por la rapidez de sus travesías, de modo que en seguida se le atribuyó un pacto demoniaco para explicarlas, lo que se veía reforzado, nos dice la tradición, por su fea apariencia y por sus frecuentes ataques de cólera. Por supuesto, la leyenda termina con la misteriosa desaparición de Fokke. Aunque la suya, y la de su buque Libera Nos, parece ser una leyenda aparte.
Los avistamientos de la misteriosa nave son numerosos desde hace cuatro siglos, y la segunda mitad del siglo XX no es una excepción en cuanto a estos encuentros. Se habla de 1702 como una de los primeros encuentros y de 1959 como una de las fechas más tardías. A Jorge V de Inglaterra (en aquel entonces Duque de York) se le atribuye uno de los testimonios más famosos al respecto. Fue en 1881, cuando navegaba en el Baccante junto con su hermano mayor el Duque de Clarence:

11 de junio de 1881. A las 4 de la madrugada el «Holandés Errante» cruzó nuestro rumbo. Era una extraña luz roja, como la de un buque fantasma, incandescente, y en el centro de esa luz, los mástiles, palos y velas de un bergantín, a 200 m de distancia, se destacaron con fuerte relieve cuando se acercó a nuestra amura de babor. El vigía del castillo de proa informó que estaba cerca de la amura, donde también lo vio claramente el oficial de guardia desde el puente, como también el guardiamarina del alcázar, que fue enviado inmediatamente al castillo de proa, pero al llegar allí no logró ver vestigios ni señales de ningún barco material, ni cerca ni en el horizonte, pese a que la noche era clara y el mar estaba en calma. En total fue visto por trece personas, pero si se trataba del Van Demien del «Holandés Errante», o qué, no lo sabremos. El Tourmaline y el Cleopatra, que navegaba a estribor, hicieron señales para preguntar si habíamos visto la extraña luz roja.

Paul Marryat (1792-1848), autor, entre otras obras,
de El Barco Fantasma, sobre la leyenda del Holandés Errante.


Con toda la lógica del mundo, una leyenda como la del Holandés no podía sino llamar la atención de los escritores del Romanticismo, tan amantes de las historias de carácter sobrenatural. Walter Scott o Washington Irving se cuentan entre los que buscaron la inspiración en esta leyenda. El caso del capitán Frederick Marryat (1792-1848) debe ser considerado aparte, ya que su novela El barco fantasma (1839) recogía todos los elementos tradicionales. A menudo se atribuye a Marryat la creación de Van der Decken, aunque él escribe el apellido del Holandés de distinta manera (Vanderdecken) y existen antecedentes, como veremos de inmediato. Su novela narra los intentos de Philip, el hijo del capitán, de redimir el alma de su padre. Philip emprende su búsqueda cuando sabe por labios de su madre que es hijo del Holandés, condenado a vagar por los mares por haber jurado sobre un fragmento de la Santa Cruz que doblaría el Cabo de Buena Esperanza aunque tuviera que emplear toda la Eternidad. De modo sobrenatural, la reliquia llega a manos de su esposa. Ella se la legará a Philip y le contará todo sobre el destino de su padre, esperando que sea una lección para él y que le impida hacerse a la mar. Por supuesto no es así y Philip emprende desde ese momento la búsqueda del buque fantasma.
Trece años antes de que Marryat publicara su novela sobre el Holandés, ya existió una obra teatral sobre la leyenda del barco fantasma, tal vez similar al que describe Heine. Se trata de El Holandés Errante, o el Barco Fantasma (The Flying Dutchman, or the Phantom Ship), un "Drama náutico en tres actos" de Edward Fitzball (1792-1873), estrenado en el Teatro Adelphi de Londres en 1826. Ya en este drama (o diablerie, como lo describía su autor) están presentes algunos de los elementos que nos encontraremos en Heine y Wagner, entre ellos la posibilidad de redención por amor. El Holandés de Fitzball, también llamado Vanderdecken, ha sido condenado a vagar eternamente por el hechizo de una bruja marina, Rockalda. Cada cien años le está permitido bajar a tierra y buscar a la doncella que acabe con su condena. Sólo tiene que cumplir una condición: no hablar mientras esté fuera de su barco. La heroína de esta historia, Lestelle Vanhelm, está, como Senta, obsesionada por la historia del Holandés. E incluso suele contemplar una pintura sobre el misterioso barco. Al final, el Holandés (que en esta obra es más un villano caricaturesco que la gran figura trágica a la que estamos acostumbrados) habla involuntariamente y tiene que volver al mar; rapta a la muchacha, pero esta es rescatada.
Heinrich Heine: la fuente más inmediata de Wagner para El Holandés...

Tal vez
Heinrich Heine (1797-1856) estaba al tanto de la existencia de esta obra teatral cuando escribió Las memorias del señor Schnabelewopski. Aunque en Heine el Holandés vuelve a ser un personaje trágico, alejado del villano casi caricaturesco que nos presentaba Fitzball, su narrador nos cuenta la asistencia a la representación de forma bastante irónica. De hecho, no llega a verla entera, pues su atención se dirige hacia una bella espectadora con la cual flirtea. Cuando vuelve a su puesto, se encuentra con el final de la obra. Este drama que nos describe Heine está situado en Escocia, como lo estaría también el borrador original del libreto wagneriano. Los elementos en común con el antecedente de Fitzball son la obsesión de Katherina con el Holandés y la presencia del retrato, que la muchacha contempla a menudo con expresión melancólica. Cada siete años (y no cada cien) el Holandés puede descender a tierra para buscar una esposa. Katherina es hija de un mercader escocés que se ve atraído por la riqueza del Holandés, tal y como sucederá con Daland. Accede al matrimonio de su hija con el extranjero. El final nos lo podemos imaginar, si bien nuestro narrador, que acaba de regresar de su aventura con la bella espectadora, lo ve de forma irónica:

Desde lo alto del acantilado, la esposa del Holandés Errante, la Sra Holandés Errante, se retuerce las manos con desesperación, mientras que en el mar se puede ver a su desdichado marido en la cubierta de su condenado barco. El la ama e intenta abandonarla para no convertirse en su perdición; él le confiesa su horrible destino y la terrible maldición que pesa sobre él

Es entonces cuando Katherina proclama su fidelidad (Sé una manera de serte fiel hasta la muerte, grita) y se arroja a las aguas, con lo que el barco se hunde. Heine concluye su narración con una malévola alusión a la fidelidad femenina. Wagner conocería la historia tal y como la narró Heine en su problemática estancia como director del teatro de ópera de Riga. Mucho más tarde escribiría:

Fue por esta época cuando me enteré por primera vez de la leyenda del “Holandés Errante”; Heine la contó de pasada a propósito de la representación de una obra de teatro sacada del tema que había visto representar, creo, en Amsterdam. Este tema me encantó y dejó en mí una impresión imborrable sin proporcionarme, de todas formas, todavía, la fuerza para volver a darle una nueva vida, que era lo indispensable.

Cuando encontró las fuerzas necesarias (y también después de pasar por la experiencia de aquella terrible travesía a la que hemos aludido), Wagner ya estaba en París. Comenzó a componer sobre la idea de Heine, introduciendo las variantes necesarias en el libreto. Pero eso ya es otra historia...

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