lunes, 17 de agosto de 2009

La agitada vida de un libretista

De hombre extraño, un canalla de espíritu mediocre, pero dotado de grandes cualidades para las letras" tachaba un noble veneciano a Lorenzo Da Ponte, el más grande libretista que tuvo a su servicio Wolfgang Amadeus Mozart. O si no era el más grande, sí el que mejor se compenetró con él. Lorenzo Da Ponte murió en Nueva York un 17 de agosto de 1834, después de una larga y agitada existencia que había comenzado en Ceneda en 1749.
Nuestro héroe vino al mundo con el nombre de Emmanuele Conigliano. Nacido en el seno de una familia judía, era hijo de un zapatero que acabó convirtiéndose al catolicismo, y con él todos sus vástagos. El motivo, casarse en segundas nupcias con una mujer apenas algo mayor que sus hijos. Como el sacramento del Bautismo había sido administrado por el obispo Lorenzo Da Ponte, la familia tomó ese apellido. A Emmanuele y sus hermanos se les otorgaron nuevos nombres, y el futuro libretista recibió el mismo que el de Monseñor. Lorenzo y su hermano Girolamo se convirtieron en protegidos del Obispo, que patrocinó (por así decirlo) su ingreso en el seminario local. Allí comenzó su verdadera formación, porque en casa no había recibido demasiadas enseñanzas y, según él mismo dejó escrito, hasta los catorce años había sido un ignorante completo. Dada su habilidad con el latín, su padre quiso que se convirtiera en sacerdote, a lo que Lorenzo accedió sin el menor entusiasmo. Cuando su tocayo y protector murió, el joven fue enviado a otro seminario en Portogruario; estudió matemáticas, filosofía, y, en 1772, fue ordenado sacerdote. Durante un tiempo se mantuvo con el sueldo de profesor de Retórica en el mismo Portogruario. Pero organizó un pequeño escándalo con sus tesis a favor de Rousseau y su comportamiento disoluto. Terminó abandonando el seminario y marchándose a Venecia.
Su vida en la ciudad de los canales siguió los mismos derroteros. Tomó a una mujer casada como amante y la dejó embarazada, algo que "pasaba todos los días". Llegó a conocer a Casanova, a quien no le impresionó aquel hombre casi tan libertino como él mismo: Da Ponte se ha enfadado porque no he caído rendido de admiración ante sus poemas. Un adulador no es un amigo. Aparte de su comportamiento licencioso, la amistad con Giorgio Pisano, partidario de las ideas revolucionarias, acabó sellando su destino en Venecia. Da Ponte escribió panfletos y versos satíricos contra la Serenísima. Un soneto que contenía el verso "La verdad excita la cólera de los imbéciles" acabó desatando las iras de la nobleza veneciana, según contó en sus Memorias:
Fueron unas palabras proféticas. Mi soneto, escrito en dialecto veneciano, se difundió; fue leído por todas las clases sociales, y la cólera de aquellos a quienes atacaba no conoció límites. Las mujeres, que hacían causa común con Pisani y conmigo, a despecho de sus maridos, se lo aprendieron de memoria; lo recitaban, provocando grandes carcajadas, cargando el acento en lo más envenenado. Entonces decidieron fustigar a la silla, ya que no podían fustigar al caballo. Buscaron y encontraron acusaciones y acusdores. Un chiflado que frecuentaba un domicilio que yo visitaba con frecuencia se ofreció a llevar las acusaciones al tribunal de los blasfemos. Me denunció por haber comido jamón en viernes (lo había comido conmigo) y que yo había faltado a misa varios domingos (cuando él no la había pisado en su vida). El propio presidente del tribunal, que me informó de esta delación y tuvo la bondad de preocuparse un poco por mí, fue el primero en aconsejarme que abandonase Venecia de inmediato.

Da Ponte fue, pues, condenado en 1779 al destierro de Venecia. Por el periodo de quince años no podría volver a ninguno de los territorios gobernados por la República. Tras un breve paso por Gorizia (donde al parecer lo primero que hizo fue seducir a la posadera... ¡con ayuda de un diccionario!) y Viena, pasó un año en Dresde, a donde había acudido con unas expectativas que no se hicieron realidad. Acabó regresando a Viena en 1782, cuando fue presentado a Metastasio, que moriría no mucho después. Una carta de presentación de un amigo le sirvió para ser presentado a Salieri. Este lo propuso ante José II para que fuera poeta del Teatro Imperial. Al emperador le debió caer en gracia el personaje, que reconoció ante él que hasta entonces no había escrito ningún drama. "Tendremos una musa virgen", dijo el regio personaje.
Da Ponte escribió para Salieri y para Martín y Soler. Entretanto Mozart no esperaba contar con él, pues ya estaba ocupado con otros compositores y pensaba que Da Ponte no tendría tiempo para dedicarlo a sus óperas. Pero se equivocaba, y del encuentro con Mozart derivaría una de las más eficaces relaciones entre libretista y compositor que se hayan dado. En sus Memorias, el libertino abad tratará de maximizar en la medida de lo posible su relación con Mozart, llegando a reivindicar su "descubrimiento" del salzburgués.
Mozart, aunque dotado por la naturaleza de un genio musical superior, quizás, a todos los compositores del pasado, no había podido aún hacer estallar su divino genio en Viena debido a las maniobras de sus enemigos. Seguía oscuro y desconocido, como una piedra preciosa que, huida de las entrañas de la tierra, le hubiese arrebatado el secreto de su esplendor. No me es posible pensar sin júbilo y sin orgullo en que mi perseverancia y mi energía fueron en gran parte la causa de que Europa y el mundo viesen totalmente reveladas las maravillosas composiciones musicales de este genio incomparable.

Todavía hoy los expertos discuten sobre la importancia de lo que aportó realmente Da Ponte a Mozart, más allá de las nada modestas declaraciones del libretista. Con la asociación con Mozart, el abate conoce el éxito y la popularidad. Pero la suerte se le acabó con la muerte del emperador José II, que fue sucedido por su hermano Leopoldo. Este no era tan entusiasta del libretista como su antecesor en el trono. Hay que decir que la vida de Da Ponte no se había mantenido exenta de escándalos en Viena, y que su pretensión de imponer a toda costa a su amante en los teatros (se trataba de la cantante Adriana Ferrarese del Bene, también llamada Adriana Gabrielli del Bene) y se había ganado bastantes enemigos. Sus súplicas al nuevo emperador fueron vanas: Leopoldo II le prohibió la entrada al palacio y al teatro y acabó conminándolo a que abandonase Viena. Por lo visto, al mismo tiempo que le suplicaba, Da Ponte había escrito algún panfleto contra el soberano. Adriana Gabrielli (que podéis ver en el grabado de la derecha) no le acompañó en el exilio.
Da Ponte se refugió en Trieste, donde conoció a la mujer que se convertiría en su esposa, Nancy. Tendría cuatro hijos con ella. Con Nancy salió de Trieste y, tras un intento de llegar a París, acabó recalando en Londres. Allí estuvo hasta 1805, haciendo un poco de todo y, en general, pasando penurias económicas. Dejará el Támesis por el Hudson, emigrando a Nueva York, donde ya estaban esperando Nancy y sus hijos. Allí, también, comenzó a dedicarse a mil y un asunstos distintos: editor, vendedor de instrumentos musicales, escritor (pues empezó a redactar y publicar sus memorias), hasta que al final acabó fundando una escuela en la que impartía clases de italiano y, más tarde, abriendo una librería. Sus contactos con el mundo del teatro se mantuvieron: en 1825 todavía organizó la gira de la compañía operística de los García (Manuel y su hija María, la Malibrán) que alcanzó un gran éxito. Poco antes de morir escribió: "Soñé con rosas y laureles, pero de las rosas sólo he tenido las espinas, y del laurel, la amargura. ¡Así va el mundo!".
Terminemos con unos cuantos consejos del señor Da Ponte para sobrevivir en este duro mundo.
vídeo de MuSicSoprano85

In uomini, in soldati 
sperare fedeltà? 
Non vi fate sentir,
per carità! 
Di pasta simile
son tutti quanti; 
le fronde mobili,
l'aure incostanti 
han più degli
uomini stabilità. 
Mentite lagrime,
fallaci sguardi,
voci ingannevoli,
vezzi bugiardi, 
son le primarie

lor qualità.
In noi non amano
che il lor diletto, 
poi ci dispregiano,
neganci affetto, 
nè val da' barbari
chieder pietà. 
Paghiam, o femmine, 
d'ugual moneta 
questa malefica razza

indiscreta.
Amiam per comodo,
per vanità.

En hombres, en soldados,
¿esperar fidelidad?
¡Que no os oigan decir eso,
por caridad!
De parecida pasta
están hechos todos,
las ramas móviles,
los vientos inconstantes
tienen mayor firmeza
que los hombres.
Mentirosas lágrimas,
miradas falaces,
palabras engañosas,
gracias mentirosas,
son sus cualidades

principales.
En nosotras no aman
sino su propio placer,
luego nos desprecian,
nos niegan su afecto,
no sirve de nada a esos bárbaros
pedirles piedad.
Paguemos, oh mujeres,
con igual moneda
a esa maléfica raza

indiscreta.
Amemos por comodidad,
o por vanidad.
 

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