Attila se estrenó el 17 de marzo de 1846 en el Teatro de La Fenice, en Venecia. El libreto, basado en un drama alemán era de Temistocle Solera; este, que ya había trabajado con el compositor anteriormente (Nabucco, I lombardi, Giovanna d'Arco...) despediría con Attila su colaboración con Verdi. No es de extrañar que así fuera, porque el libretista se dedicó a perder el tiempo y a correr detrás de una mujer (la suya), acabando en España. Con lo meticuloso que era Verdi para los textos, la actitud de Solera debió exasperarle. El fiel Piave sería el que diese los toques finales necesarios al libreto.
No fue el único problema que Verdi tuvo que afrontar durante la génesis de Attila. En primer lugar, tenía mala salud. Tanto que en Venecia llegó a correr el rumor de que Verdi había muerto. En segundo lugar, alguien tuvo la atención de hacerle llegar unas afirmaciones de Bartolomeo Merelli, el intendente de la Scala y el primer valedor de Verdi (el que le forzó a aceptar el libreto de Nabucco cuando había decidido dejar de componer), que había dicho que Attila era una obra miserable. La respuesta del compositor fue negarse a que Attila fuera representada en el teatro milanés, con el que rompió relaciones.
A pesar de su accidentada gestación y de la acogida un tanto escéptica de la crítica, parte de la cual encontró en ella más buenas intenciones que realidades, el éxito de Attila fue rotundo desde el estreno. Parte de culpa tenía el evidente sabor patriótico de la obra, no sólo en la enfervorizada declaración de Odabella, la vengativa protagonista de la misma, o en las alusiones al tiranicidio (y la escenificación del mismo) sino, por supuesto, en la célebre frase que Ezio le dirige a Atila, Avrai tu l'Universo, resti l'Italia a me, que obtenía una entusiasta respuesta del público: A noi, l'Italia a noi! La noche del estreno de esta ópera que él mismo juzgaba superior a las que anteriormente había escrito, Verdi volvió a su alojamiento acompañado por una multitud que lo aclamaba.
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