Desempolvemos el Grimal, porque nos toca volver a contar la historia de Ifigenia. Al menos retomarla desde aquí, cuando la tratamos hace ya casi dos años. Y es que no puedo evitar ponerme pesada en cuestiones de Mitología clásica. Después de que Artemisa le salvase la vida en Aulide, Ifigenia había sido obligada a convertirse en la sacerdotisa de la diosa cazadora. Entre sus labores se encontraba la desagradable tarea de sacrificar en los altares de la temible hija de Latona a todos los náufragos extranjeros que llegasen a las costas de Tauride. La hija de Agamenón cumplió a regañadientes su destino, hasta que a su presencia fueron conducidos otros dos desdichados. Se trataba de su hermano Orestes y de su primo, Pílades. Habían acudido a Tauride tras haber consultado el oráculo de Delfos. Perseguido por las Erinias desde que mató a su madre Clitemnestra para vengar a su padre Agamenón, Orestes había enloquecido. Para curarse, Apolo ordenó al joven que fuese a buscar la estatua de Artemisa que se veneraba en Tauride. La desgracia de Orestes estaba escrita, era una de las constantes en los descendientes de Atreo, o mejor dicho, de Pélope, el bisabuelo de nuestros tres protagonistas. Así que me desvío un momento para recordar la historia de esta adorable familia.
Pasemos por alto el hecho de que descendían de Tántalo, uno de los personajes que cuentan con castigo eterno en el Hades. Al fin y al cabo resulta lo menos llamativo de la estirpe. Veamos. Pélope, el abuelo de Agamenón, asesinó al auriga Mirtilo arrojándolo al mar. Bien fuera por diferencias económicas - Pélope lo había sobornado para que manipulase una carrera cuyo premio era la mano de Hipodamía, hija del rey Enómao - o porque había intentado propasarse con su esposa, Pélope lo arrojó al mar. Al morir, Mirtilo maldijo a su asesino y también a su descendencia. A Pélope le salieron unos hijos a medida de la maldición. Tiestes y Atreo trataron de matarse el uno al otro con verdadero entusiasmo. Su enemistad culminó con Atreo asesinando a los hijos de su hermano y sirviéndoselos como alimento, para mostrarle las cabezas cuando acabó el banquete. Tiestes, en busca de un descendiente que vengara el horrible crimen, violó a su propia hija Pelopia, que sería la madre de Egisto. Como se sabe y andado el tiempo, Egisto no sólo acabaría con la vida de Atreo, sino que jugaría un papel muy importante en la muerte de Agamenón. Fin del inciso.
Volvamos al templo de Artemisa donde Ifigenia cumplía su desagradable cometido. Al saber que sus prisioneros eran griegos, la joven los desató. Reconociéndolos pocos después, Ifigenia se unió con entusiasmo al plan de los recién llegados, que no era otro que robar la estatua de la diosa. La sacerdotisa se inventó una historia para retrasar el sacrificio de Orestes: le contó al rey Toante que tanto la víctima como la imagen de la diosa debían ser purificadas en el mar. Así que se embarcó con la estatua y con los dos jóvenes, mientras los guardias escitas eran alejados con la excusa de que su presencia invalidaría el rito. Ni Toante ni Poseidón vieron la huida con buenos ojos. Al primero le quedaba el recurso de perseguir a los fugitivos, para el segundo no suponía esfuerzo alguno arrojar el barco a la costa. Atenea puso fin a los intentos de ambos, revelando una vez más su predilección por Orestes, al que "salvará" en el juicio que se celebre contra él en el Areópago. La travesía acabó felizmente. Nuestros héroes levantaron un templo a la susceptible diosa cazadora en cuanto llegaron a Grecia. En cuanto a Ifigenia, en el Más Allá culminó lo que había empezado en Aulide: acabó como esposa post-mortem de Aquiles. Si bien otras parecen haber compartido con ella ese puesto, como por ejemplo la mismísima Helena.
La base de las posteriores adaptaciones que se han realizado de la historia de Ifigenia está en la tragedia de Eurípides, escrita en el siglo V a.C. El libreto de la ópera de Gluck, obra de Guillard, se basa en ella. Muchos otros compositores habían puesto música a esta historia antes que Gluck. Pensemos en Traetta o Jommelli. También existió el caso de una Ifigenia estrictamente contemporánea a la gluckiana, la de Piccinni, que también tuvo París como marco de su primera representación. Como se sabe, el compositor de Bari y Gluck eran protagonistas involuntarios de una verdadera batalla - a veces literal- entre los admiradores de uno y de otro. Sin que los dos hombres sintieran otra cosa que respeto mutuo - y admiración, al menos, en el caso de Piccinni. La Iphigénie en Tauride de este último se estrenó en 1781, dos años después de la de Gluck. No alcanzó el éxito de su antecesora, y tampoco es que se represente a menudo. Existe una grabación comercial, proveniente de unas funciones en Bari. En cuanto a Gluck, además de la versión francesa, en 1781 se estrenaría en Viena una traducida al alemán. Posteriormente y como hará también con el Idomeneo de Mozart, Strauss hará su particular adaptación de la obra gluckiana. En cuanto a discografía, sin que esta sea abundante, al menos sí ha sido más afortunada que su antecesora Iphigénie en Aulide, menos popular.
En los últimos tiempos, Iphigénie en Tauride ha vuelto con bastante fuerza a los escenarios, en parte gracias a que la mezzosoprano Susan Graham se ha convertido en una gran defensora del papel. También son relativamente recientes la grabación de Minkowski con Mireille Dellunsch - no voy a insistir en mi arraigada fobia hacia el director en cuestión ni en la ligera manía que le tengo a la cantante -, o la iniciativa de Rousset para unir, cortes mediante, las dos Ifigenias en una sola representación. Hace dos meses pudimos escuchar a la cantante como Ifigenia en el Real, acompañada del incombustible Domingo en una de sus incursiones en este repertorio y de Paul Groves como Pílades. Aunque Radio Clásica retransmitió la función, cuestiones técnicas acabaron estropeando el dispositivo de grabación. El pasado sábado los tres cantantes repetían jugada en el Met y esta vez las cosas transcurrieron mejor. Pero eso, más tarde.
En los últimos tiempos, Iphigénie en Tauride ha vuelto con bastante fuerza a los escenarios, en parte gracias a que la mezzosoprano Susan Graham se ha convertido en una gran defensora del papel. También son relativamente recientes la grabación de Minkowski con Mireille Dellunsch - no voy a insistir en mi arraigada fobia hacia el director en cuestión ni en la ligera manía que le tengo a la cantante -, o la iniciativa de Rousset para unir, cortes mediante, las dos Ifigenias en una sola representación. Hace dos meses pudimos escuchar a la cantante como Ifigenia en el Real, acompañada del incombustible Domingo en una de sus incursiones en este repertorio y de Paul Groves como Pílades. Aunque Radio Clásica retransmitió la función, cuestiones técnicas acabaron estropeando el dispositivo de grabación. El pasado sábado los tres cantantes repetían jugada en el Met y esta vez las cosas transcurrieron mejor. Pero eso, más tarde.
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